lunes

Almos

La osadía sólo comparable a la ignorancia, me hace iniciar esta entrada con vocación de adivinanza para bobos,sentenciando que el hombre de quien hablo es de los feos más atractivos que han pasado por la caja tonta en las últimas décadas.

Ya desde canija, me quedaba embelesada escuchando sus discursos perifrásticos bien servidos de fundamento y no exentos de ironía. Más de una vez, alguno de sus ubicuos conterturlios se disipó tras una sonrisa estúpida por no entender ni quiera sus razonamientos, Y a mí eso me encantaba. Y también me daba pena. Me encantaba porque el dominio etimológico siempre me ha fascinado, y me daba pena, porque me parecía que al final, resultaba totalmente incomprendido. Incomprensible.

La erudicción dota a quien la posee de una extravagancia rotunda, de modo que para quienes no somos eruditos, resulta fascinante que una mente pueda resultar tan heterogénea y vasta; para quienes ni siquiera tienen el conocimiento justo para pasar el día,es otro cantar, y ahí donde hay una virtud ven un defecto.

No descubro nada si digo de él que es un tío carismático, cercano, poliédrico, y a la vez posee una capacidad extraordinaria: la de definir un simple mendrugo de pan con palabras infrecuentes y jamás oídas, o teorizar sobre la indivisivilidad del átomo en castellano al alcance de un parvulario, por poner dos ejemplos de este mi caprichoso imaginario que consigue, a veces, que yo misma crea conocer lo que no conozco.

Es de ese tipo de personas que no pasan desapercibidas. Eso, desde luego no sé si es bueno o malo, pero es un hecho. A mí me gusta que sea así. Me gusta ese punto de listillo de la clase que deja en jaque al maestro, de inocente transgresor, de candidez simulada y sesera en ebullición permanente; de loco lo suficientemente sensato, de bohemio posmoderno.

Esta semblanza heterodoxa y caprichosa, y probablemente nada certera, entraña un secreto a voces: no hay alimento que cure más que la curiosidad que despiertas.

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