viernes

Jacko



Lo primero que se me ha venido a la cabeza cuando me he enterado de su desaparición ha sido una chapa con una foto suya que creo que regalaron con la SuperPop y que llevé prendida a un jersey el tiempo que ese jersey duró. Y entonces la ropa duraba mucho más que ahora.

Hace ya muchos años de esto, no recuerdo exactamente, sólo que por aquel entonces era negro. No el jersey, de lo que se llamaba manga de murciélago, sino el Rey del Pop que ya por aquel entonces debía andar en la categoría de prícipe, con permiso - o sin él- de David Bowie o el mismísimo Prince.

Siempre me pareció extravagante, no puede serlo de otra manera un señor que hace de los calcetinas blancos su santo y seña -eso sí, bordados con cristales de Svarovski- y convierte lo que ese gesto genital que en cualquier otro resultaría obsceno en el paso de baile más imitado a lo largo y ancho de ese planeta al que tantas veces ha puesto música.

También recuerdo un festival de fin de curso en el que al corro de la patata - y a una edad en las que los pezones asoman por la lycra del maillot como un grano de maiz a punto de estallar en palomita- los de mi clase cerramos con una coreografía del We are The World cuyo significado desconocíamos pero nos parecía de lo más comprometida. Muchos años después, esa canción me sigue produciendo un nudo en la garganta.

Ese hombre amenazado con el Sindrome de Peter Pan desde que no levantaba dos palmos del suelo poseyó hasta el final de sus días un poder de convocatoria increible. No hablo solo de fanáticos imitadores del genio sino de esa legión de celebrities que se unieron a sus múltiples proyectos. Recuerdo especialmente ese videoclip Liberian Girl, en el que reune a Olivia Newton John, John Travolta, Britnney Spears, Imán, Quincy Jones, Paula Abdul, Brigitte Nielsen, Whoopi Goldberg, Spielber, David Copperfiel, o Lou Diamond por citar a unos pocos.

Me prometo a mí misma un tributo a Jacko revisionando esos videoclips que en Rockopop anunciaban a bombo y platillo consiguiendo que la menda - y unos cuantos miles de imberbes y jovencitas castigadas por el cané- nos quedáramos inmóviles frente al televisor esos benditos sábados por la mañana que años más tarde se convertirían en jornada de aspiradora y demás quehaceres domésticos.

Nunca me gustó lo que de él se hablaba y se veía más allá de su burbuja. No esa a la que dicen que se conectaba en sus ratos libres como el que cree haber encontrado la fuente de la eterna juventud, sino esa otra burbuja de ensueño a través de la cual mostraba lo que mejor sabía hacer: cantar como un blanco y moverse como el negro que era hasta el enloquecimiento.

Lo que peor sabía hacer o hacía fatal con o sin intencionalidad era mirar hacia dentro. No es momento de hablar de sus turbulentas siestas con menores, sus terribles operaciones, sus caprichos de loco, al fin y al cabo, como aquel megaparque de atracciones, Neverland que lejos de convertirse en el Pais de Nunca Jamás demudó en infierno gracias a sus excentricidades atroces, pero insisto, no hablaré ni acusaré en su contra cuando no lo hizo un juez.

Su legado musical es incuestionable. Y con eso me quedo. Dicho lo cual, me propongo rescatar para el recuerdo la cara de la chapa. Sobre su tez ya no del todo negra, caía un rizo negro, eléctrico, flexible, como esos otros rizos que anuncian las mascarillas de moda. Traje de chaqueta blanco. Media sonrisa.

Lástima que tenga la impresión de que se murió siendo un infeliz.

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